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Por Alejandro Arroyo

Inauguramos esta columna semanal apuntando que la Comunicación Política no es exclusiva de los actores políticos ya sea en su calidad de candidatos, gobernantes, legisladores o funcionarios, sino que aquella se extiende también a la dinámica de los particulares en su relación con los poderes públicos.

En la entrega anterior perfilamos, a grandes rasgos, que el detonante que impulsa a los particulares para intervenir en los asuntos públicos es el interés, entendido como esa conveniencia que establecen las personas «afectadas» para solidarizarse, ya sea de manera circunstancial o permanente, ante las decisiones de los actores políticos.

Dicho interés está condicionado, en términos generales, a dos aspectos: el material y el moral. El primero, tangible y cuantificable; el segundo, orientado hacia las causas y/o valores que los particulares buscan socializar entre los tomadores de decisiones públicas.

En la presente entrega repasaremos brevemente un aspecto crucial que atraviesa dichos intereses: el eje legalidad-legitimidad. Esto, debido a que su comprensión es indispensable de considerar para los efectos de la construcción del encuadre comunicacional que sea necesario de establecer al momento de relacionarse con los poderes públicos.

Dado que un amplio abanico de pensadores, desde filósofos hasta teóricos de la Ciencia Política y del Derecho, han dilucidado de manera brillante y profunda el binomio legalidad-legitimidad (de Aristóteles a Kelsen, pasando por Carl Schmitt y Norberto Bobbio, entre muchos otros), sin ánimo de simplificar pero sí de hacer sencillo el recorrido, aquí únicamente diremos que lo legal es aquello que es refrendado y permitido por la ley y que concede libertades y derechos al igual que obligaciones y límites; mientras que lo legítimo refiere esencial y de manera determinante a un ejercicio moral y ético, es decir, a una cualidad de valores aceptados y arropados por la sociedad.

Lo deseable es que cada acto social, cultural, económico y/o político fuera legal y legítimo a la vez, es decir, sustentado en las leyes y respaldado moral y éticamente por la sociedad, pero lo cierto es que no siempre se presenta así. Hay actos que son legales pero no legítimos, y viceversa, actos legítimos pero no legales. Veamos un par de casos.

Es legal que el Gobierno contrate adquisiciones, arrendamientos, obras o servicios bajo la figura de adjudicación directa, pero no es legítimo que 8 de cada 10 de dichos contratos se realicen bajo ese formato cuando es universalmente reconocido que constituyen una de las prácticas que más se prestan a la corrupción.

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Es legítima toda protesta feminista para visibilizar y sensibilizar la violencia que sufren las mujeres y, más aún, los feminicidios, pero no es legal que en dichas protestas se vandalicen monumentos e inmuebles propiedad de particulares.

Si bien estos u otros muchos casos más son susceptibles a la polémica y hasta la controversia de manera natural (qué grupo o quiénes defienden qué y para qué), es necesario observar que, en términos generales y como punto de partida del tipo de Comunicación Política que aquí nos ocupa, el interés material se vincula al aspecto legal (lo tangible y lo medible), mientras que el interés moral, al de la legitimidad (las causas y los valores).

Desde luego que en la realidad se presentan múltiples variantes que habrán de ser analizadas de manera específica y caso por caso, particularmente a partir del propio contexto en que surgen, no obstante los ejes interés material-interés moral y legalidad-legitimidad, constituyen la base para dichos análisis que son los que darán lugar al modelo de Comunicación Política a utilizar por los particulares en su vinculación con los poderes públicos, mismos que veremos en siguientes entregas.

Alejandro Arroyo

@AlexArroyoMx

México. Consultor político. Especialista en Relaciones Gubernamentales, Proceso Legislativo y Narrativa Estratégica


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