por Gabriel Contreras
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Un niño se roba treinta mil pesos de su propia casa, escapa con el dinero y se encierra a jugar Fornite a lo largo de una semana, ininterrumpidamente. Estamos en una nueva época, en la que el placer a través de los juegos ofrecidos por la tecnología impera sobre cualquier otra forma del hedonismo, y esto no es privativo de la infancia, sino que alcanza a muchos jóvenes, que siguen atados a los juegos y la realidad virtual hasta los 30 o 35 años, haciendo de la niñez un período inusitadamente prolongado.
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La entrega del premio Nobel a Bob Dylan en 2016 fue, sencillamente, una expresión de que las formas y los vehículos de expresión cultural estaban cambiando mientras avanzaba el nuevo siglo.
Hagamos memoria. El escenario de esa entrega no era ya ni de lejos el de Ernest hemingway, Pablo Neruda u Octavio Paz, sino que correspondía a otras figuras de carácter simbólico en su entorno, figuras estrambóticas y un tanto disparatadas, como Iron man, los Pokémon, los concursos millonarios, los reality shows.
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El intelecto y el intelectual en su sentido clásico se habían convertido para entonces en un verdadero vejestorio, en tanto que los diseñadores, programadores y animadores comenzaban a apoderarse de la escena creativa mundial. Escribir casi estaba pasado de moda, mientras la programación digital marcaba la pauta en cada vez más espacios culturales.
Esta revolución cultural tiene, obvio, un carácter global, y no admite excepciones y sí afecta a todas las clases sociales, además de todos los idiomas, las naciones y las edades.
Vaya, no se trata simplemente de encerrarla dentro de las palabras globalización o masificación,sino que abordarla constituye un verdadero reto hoy, y exige ir armando con los instrumentos que brindan la antropología, la sociología y la psicología, para avanzar en busca de posibles conclusiones, o cuando menos esfuerzos hipotéticos.
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La cultura del siglo XXI no es una continuación del par de siglos anteriores, sino que opera a través de lo disruptivo, y crece, como se dice en el medio financiero, de una manera exponencial.
Dentro del ámbito de la cultura global, se hallan ubicadas nuevas formas de la cultura infantil y juvenil, y ese es un problema que hay que abordar racionalmente utilizando antiguas disciplinas, pero nuevos esquemas y modelos de análisis.
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¿Quién teme a las culturas juveniles? el nuevo libro de Sylvie Octobre (Océano), es uno de los escasos volúmenes que circulan en estos momentos con miras a la generación de explicaciones o planteamiento de problemas en relación con las culturas juveniles. Es realmente importante tenerlo sobre la mesa, porque nos ofrece nuevas preguntas y nuevas maneras de preguntarnos lo mismo, cosa que lo vuelve diferente.
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La irrupción de las culturas juveniles en el nuevo siglo, ha significado una especie de asalto, que ha traído por consecuencia el surgimiento de nuevos perfiles en materia de identidad, nuevas formas de consumo cultural, formas inéditas de producción y difusión de objetos culturales, así como la aparición de comunidades unificadas por formas simbólicas enteramente innovadoras e inesperadas.
A pesar de que este suceso tiene una forma global, el hecho es que cuenta con expresiones muy particulares dentro de la sociedad francesa, y es precisamente a ese aspecto que dedica su libro Sylvie Octobre, investigadora de alto prestigio dentro del ámbito francés.
No se trata, evidentemente, de la llamada brecha generacional o del choque entre generaciones. Esa clase de simplificaciones son precisamente las que impiden el desarrollo de análisis sociológicos específicos ante la aparición de las nuevas culturas juveniles. Son ideas que, al operar como supuestos, se convierten en auténticos obstáculos epistemológicos, que no se apartan de la posibilidad de abordar científicamente un fenómeno que parece meramente cotidiano, y otro de los obstáculos que impiden el abordaje de este tipo de cuestiones es, paradójicamente, la herencia sociológica misma.
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La autora nos remite precisamente a los casos de Durkheim y Bourdieu en este sentido, e indica que cada uno de ellos a su manera traza un retrato estático tanto de la niñez como de la juventud, argumentando así qué se trata de seres definidos por una especie de dependencia respecto a las anteriores generaciones, y por ello incapaces de crear objetos culturales propios, o expresiones específicas, e incluso formas de comunicación particulares.
La difusión de las terminales de Internet, incluidos los teléfonos, ha puesto patas arriba a los modelos de análisis provenientes del siglo 19 y el siglo 20, ya que estos son escasamente propicios ante las nuevas expresiones y los nuevos vínculos entre los sujetos llamados tradicionalmente niños y jóvenes.
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Hoy, efectivamente, los niños y jóvenes producen sus propios objetos y tendencias culturales, así como las plataformas a través de las cuales éstos se difunden y distribuyen, de manera tal que la dependencia de los adultos prácticamente ha desaparecido, estableciéndose en su lugar una nueva manera del analfabetismo y la alfabetización, ligados estos dos aspectos al campo de las herramientas digitales.
El libro de Octobre viene a sumarse a una ruta de investigación que fue abierta hace un par de décadas por investigadores como Manuel castells y Giovanni Sartori, y en tiempos recientes continuados por cerebros como Yonnet o Marc Auge.

México. Periodista, dramaturgo, escritor, productor de radio y televisión, psicólogo y podcaster